Autoestima, Aceptación y Culpa

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Había una vez dos hermanos que despertaron el interés de un psicólogo.  Uno de ellos era alcohólico, mientras que el otro apenas probaba la bebida.  El psicólogo, interesado en las causas de esta diferencia, decidió entrevistar a cada hombre por separado.

Al alcohólico le preguntó: «Usted ha sido alcohólico la mayor parte de su vida de adulto.  ¿Por qué supone que es?» El hombre le respondió: «Es fácil de explicar.  Verá, mi padre era alcohólico.  Se podría decir que aprendí a beber sobre las rodillas de papá».

Al hombre que apenas probaba la bebida, el psicólogo le preguntó: «A usted no le gusta beber.  ¿Cómo es eso?» El hombre le contestó: «Es fácil de explicar.  Verá, mi padre era alcohólico.  Se podría decir que sentí muy temprano en la vida que el alcohol puede llegar a ser veneno».

En última instancia, somos nosotros los responsables de las decisiones que tomamos en la vida.  Somos responsables de las conclusiones que sacamos de nuestra experiencia.  El tipo de decisiones y conclusiones a las que llegamos inevitablemente reflejan las operaciones mentales a través de las cuales procesamos los hechos de nuestra vida.  Estas operaciones mentales representan el único factor realmente decisivo en lo que respecta al nivel de autoestima que alcanzamos.  Por ello, a continuación, nos referiremos a las fuentes internas de la autoevaluación.

 

Como generar la autoestima positiva

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Teniendo en cuenta que la necesidad de autoestima surge del hecho de que el funcionamiento de nuestra conciencia es volitivo, se deduce que deberíamos juzgarnos a nosotros mismos a través de lo que está involucrado en nuestro control volitivo, como por ejemplo: nuestra racionalidad, honestidad, integridad.  Juzgamos a nosotros mismos por aquello que escapa a nuestro control volitivo -, por ejemplo, lo que depende de la voluntad y elección de otras personas- es subversivo para la sana autoestima.

Si reconocemos que la autoestima está relacionada con el tema de nuestra adecuación fundamental a la vida y, como consecuencia, con nuestras operaciones mentales, nos daremos cuenta del error de medir nuestro valor como persona mediante normas como nuestra popularidad, influencia, riquezas, posesiones materiales o belleza.

Como seres sociales que somos, necesitamos cierta estima por parte de nuestro prójimo; pero relacionar la autoevaluación con la buena opinión de otras personas es lo mismo que ponernos a su merced del modo más humillante.  ¿Qué haremos entonces cuando las personas cuya estima anhelamos tengan diferentes expectativas, de manera que para ganar la aprobación de una debamos arriesgarnos a la desaprobación de otra?

También puede suceder que nos complazca tener un físico atractivo, pero relacionar la autoestima con nuestro aspecto significa alimentar el terror a medida que pasan los años, mientras vemos avanzar las marcas de la edad inevitablemente sobre nosotros.  Aun cuando nuestro aspecto físico fuera muy superior a nuestro comportamiento, apenas podría curar las heridas infligidas por la deshonestidad, la irresponsabilidad o la irracionalidad.

Al elegir analizar el tema de la función volitiva de la conciencia, no ha sido mi deseo ignorar o negar el poderoso rol del subconsciente, con lo cual me refiero al amplio espectro de procesos y contenidos mentales que yacen fuera de la conciencia.  Para ser explícitos, el sí-mismo incluye más que aquello de lo que somos conscientes y nos vemos influidos de una infinidad de formas por factores que operan subyacentemente a la conciencia explícita.  Esta es una de las razones por la que nuestra libre voluntad no es ilimitada.  De todos modos, nuestra libertad psicológica es una poderosa fuerza dentro de nuestra psique.  Si las intenciones y objetivos conscientes no pesaran, todos seríamos existencial e intelectualmente impotentes.  Por supuesto, nuestra libertad existe dentro de ciertos limites.  También es cierto que podemos vernos arrastrados por fuerzas que no reconocemos ni comprendemos.  Sin embargo, es en la posibilidad de la conciencia de sí mismo y el dominio de sí mismo donde reside la posibilidad del cambio y la evolución, además de una cuota razonable de control sobre nuestra existencia.

El pilar central de la autoestima positiva es la intención de tomar conciencia, la voluntad de comprender.

El alcance potencial de nuestra capacidad de tomar conciencia depende del grado de inteligencia, de la naturaleza de nuestra capacidad abstracta.  Pero el principio de intención de tomar conciencia, o la voluntad de comprender, rige del mismo modo en todos los niveles de inteligencia.  Implica la conducta de buscar la integración en la mayor medida posible a nuestro conocimiento y habilidad de lo que ingresa en nuestro campo mental, así como también el esfuerzo de expandir permanentemente este campo.

El comienzo de la autoafirmación consiste en la afirmación de la propia conciencia, en el acto de ver e intentar asir lo que vemos, de oír y de intentar asir lo que oímos: de responder a la vida activamente y no de un modo pasivo.  Este es el fundamento de respetar el si-mismo.

Hemos hablado de que muchos niños tienen experiencias que les suponen enormes obstáculos para el buen desarrollo de esta actitud.  Para un niño, el mundo de sus padres y otros adultos puede resultar incomprensible y amenazador.  El si­mismo no se nutre, sino que es atacado.  Al cabo de cierto número de infructuosos intentos de comprender las políticas, acciones y comportamiento de los adultos, algunos niños se dan por vencidos y asumen la culpabilidad de sus sentimientos de impotencia.  Suelen sentir con tristeza, desesperación e imposibilidad de expresarse- que algo malo ocurre, ya sea con sus mayores, consigo mismos o con alguna cosa.  Lo que llegan a sentir es: «Jamás entenderé a las personas.  Nunca podré hacer lo que esperan de mí; no siento lo que está bien o lo que está mal y nunca lo sabré’.

El niño que continúa luchando para entender el mundo y a la gente que vive en él, no obstante, demuestra una poderosa fuente de fortaleza, independientemente de la angustia o aturdimiento experimentado.  Si se encuentra inmerso en un medio particularmente cruel, frustrante e irracional, sin lugar a dudas, el niño se sentirá alienado de gran parte de la gente que lo rodea y con mucha razón.  Pero no se sentirá alienado de la realidad; no se sentirá, en el nivel más profundo, incompetente para vivir, o por lo menos tendrá buenas posibilidades de evitar ese destino.

El individuo en desarrollo que mantiene la intención de tomar conciencia aprende temas, adquiere habilidades, realiza tareas: alcanza objetivos.  Y, por supuesto, estos logros convalidan y refuerzan la elección de pensar.  La sensación de ser adecuado para la vida resulta entonces natural.

El concepto de la voluntad de ser eficaz es una extensión de la voluntad de comprender. Se centralice en el aspecto de, la perseverancia frente a las dificultades: continuar buscando comprensión cuando está no se obtiene fácilmente, perseguir el perfeccionamiento de una habilidad o la solución de un problema frente a los fracasos, mantener firmes los propósitos cuando se presentan dificultades en el camino.  La voluntad de ser eficaz consiste en negarse a identificar nuestro yo o Si-mismo con sensaciones momentáneas de impotencia y fracaso.

Todos hemos tenido momentos de desconcierto y desesperación, momentos en que experimentamos una dolorosa sensación de impotencia e ineptitud. La pregunta es: ¿debemos dejarnos definir por estos momentos?

Recuerdo haberme sentido sumamente desorientado, de niño, por el comportamiento de los adultos, por lo que percibía como la peculiaridad y superficialidad de sus valores, por la falta de congruencia entre sus afirmaciones y sus sentimientos, por una ansiedad que parecía saturar en gran medida la atmósfera que me rodeaba y por la espantosa sensación de que, a menudo, los adultos no sabían lo que hacían y se sentían perdidos y desvalidos mientras fingían tenerlo todo bajo control.  Esta experiencia me resultaba dolorosa y, a veces, aterradora.  Deseaba ansiosamente comprender por qué los seres humanos se comportaban de este modo.  En algún lugar de mi mente, a una edad muy temprana, debió de existir la convicción de que el conocimiento es poder, seguridad, protección y serenidad.  Sin duda, esta convicción desempeñó un papel importante en la elección de mi profesión.

Hace muchos años, presencié un encuentro entre dos colegas, un psicólogo y un psiquiatra, que me aclaró muchas cosas con respecto al tema que estamos discutiendo.  Ambos eran primos hermanos y se habían educado en medios similares.  Compartían muchos recuerdos dolorosos sobre el comportamiento de sus padres y otros parientes.  «Viviste todo aquello de un modo diferente que yo», dijo el psiquiatra al psicólogo.  «No te hicieron mella.  Siempre me pregunté qué te hacía perseverar.  Porque yo no lo hice; de alguna manera me di por vencido».

El psicólogo le respondió: «Recuerdo muy bien haberme sentido bastante abrumado a veces.  Pero en algún lugar de mi cuerpo había una voz que me decía: ‘No te des por vencido.  Sigue’.  Sigue permaneciendo consciente, supongo.  Sigue tratando de comprender.  No renuncies a la convicción de que es posible mantener el control de tu vida.  Claro que no eran estas las palabras que empleaba de niño, pero significaban esto.  Fue a esta idea a la que me aferré».

«La voluntad de ser eficaz», acotó espontáneamente.  La voluntad de ser eficaz: un concepto que me ayudó a explicar algo que había observado en mis pacientes y alumnos, el principio que me ayudó a comprender la diferencia entre las personas que se sentían esencialmente derrotadas por la vida y aquellas que no.

La voluntad de ser eficaz: la negativa de una conciencia humana a aceptar la ineptitud como condición permanente e inalterable.

Resulta estimulante ver a una persona que ha sido golpeada por la vida de muchas maneras, atormentada por una infinidad de problemas irresueltos, que podría verse alienada de muchos aspectos del si-mismo y que, sin embargo, continúa luchando, continúa peleando, continúa tratando de abrirse camino hacia una existencia satisfactoria, impulsada por la sabiduría de la certeza de que «Mi persona puede más que mis problemas».

Tener la voluntad de ser eficaz no significa que neguemos o rechacemos sentimientos de ineficacia cuando estos surgen, sino que no los aceptemos como permanentes.  Podemos sentirnos temporalmente ineptos sin definir nuestra esencia como ineptitud, podemos sentimos temporalmente derrotados sin definir nuestra esencia como fracaso. Podemos permitimos sentirnos temporalmente desesperanzados, abrumados, pero conservar la certeza de que, después de un descanso, recogeremos las piezas lo mejor que podamos y comenzaremos a avanzar nuevamente.  La visión que tenemos de nuestra vida trasciende los sentimientos del momento.  Nuestro concepto del si ­mismo puede prevalecer sobre la adversidad presente.  Esta es una de las formas de heroísmo posible para una conciencia volitiva.

A estas alturas del análisis, es posible que surja la siguiente pregunta: ¿puede una persona tener una inteligencia modesta y gozar de buena autoestima?

Ningún estudio ha sugerido nunca que la buena autoestima se correlacione con el coeficiente intelectual.  Esto no es nada sorprendente.  La autoestima es una función, no inherente a nuestras dotes naturales, sino a nuestra manera de usar la conciencia: las elecciones que hacemos con respecto a tomar conciencia, la honestidad de nuestra relación con la realidad, el nivel de nuestra integridad personal.

Reitero:        la autoestima no es ni competitiva ni comparativa.  Su contexto es siempre la relación del individuo con el sí-mismo y con las elecciones del sí-mismo.  Una persona de elevada inteligencia y autoestima no se siente más adecuada para la vida o más merecedora de felicidad que otra de elevada autoestima e inteligencia más moderada.

Quizá resulte útil hacer una analogía.  Dos personas pueden ser igualmente sanas y gozar del mismo estado físico, pero una ser más fuerte que la otra.  La más fuerte no experimenta un nivel de bienestar físico más alto: simplemente, puede hacer algunas cosas que la otra no puede.  Viéndolas desde afuera, diríamos que una goza de ciertas ventajas con respecto a la otra.  Pero esto no significa que exista una diferencia en la sensación interior de bienestar y realización.

De la misma manera en que las dotes cerebrales distan mucho de representar el aspecto más significativo en lo que se refiere a la voluntad de comprender y la voluntad de ser eficaz, también están lejos de considerarse cruciales en lo relativo a otro de los pilares clave de la sana autoestima: la independencia.

 

La independencia intelectual se halla implícita en la intención de tomar conciencia o en la voluntad de comprender.  No es posible que una persona piense a través de la mente de otra.  Podemos aprender unos de otros, pero el conocimiento implica comprensión, no la mera repetición o imitación.  Podemos optar por ejercitar nuestra mente o trasladar a otros la responsabilidad del conocimiento y la evaluación para aceptar sus veredictos más o menos pasivamente.  La elección que realizamos resulta crucial para la manera en que nos evaluamos como personas y para el tipo de vida que creamos.

Que esporádicamente nos veamos influidos por otras personas, sin darnos cuenta, no modifica en gran medida el hecho de que existe una distinción entre la psicología de los que tratan de comprender las cosas por sí mismos, de pensar por sí mismos, de juzgar por sí mismos, y los que rara vez dan lugar a esta actitud.  Lo importante en este tema es la cuestión de la intención, la cuestión de un objetivo individual.

Recuerdo que una paciente me dijo en una oportunidad: «No puedo comprender por qué siempre me dejo llevar por las opiniones de los demás».  Le pregunté: «Durante su niñez, ¿alguna vez quiso ser independiente, alguna vez pensó en aprender a ser independiente, alguna vez se propuso ser independiente?» Reflexionó durante unos instantes y luego me contestó: ‘No».  Yo le dije: «No hay que sorprenderse, entonces, de no haberlo logrado».

Resulta útil hablar de «pensar con independencia» porque la redundancia tiene valor en términos de énfasis.  Muchas veces, se da a «pensar» el significado de reciclar las opiniones de otros.  De manera que podemos decir que pensar con independencia sobre nuestro trabajo, nuestras relaciones, los valores que guiarán nuestra vida, las metas que nos impondremos estimula la autoestima.  Y la sana autoestima lleva a una inclinación natural por pensar con independencia.

Considerando sólo las consecuencias del proceso descrito, alguien puede decir: «Le resulta fácil pensar con independen­cia.  Mira la autoestima que tiene».  Pero la autoestima no es un legado; se adquiere.  Y una de las maneras en que se obtiene consiste en pensar independientemente cuando quizá no sea tan fácil hacerlo, cuando hasta puede asustar, cuando se esta luchando con sentimientos de inseguridad y se elige perseverar de todos modos.  No siempre resulta fácil defender nuestros propios juicios; si hemos logrado que no nos cueste, esto ya representa una victoria psicológica, porque hay momentos en los que es difícil, momentos en que soportamos considerables presiones en contra del pensamiento independiente y en que debemos combatir y soportar la ansiedad.

Cuando un niño descubre que sus percepciones, sentimientos o juicios se contraponen a los de sus padres u otros miembros de la familia y surge la disyuntiva de atender la voz del sí-mismo o rechazarla en beneficio de la de los demás; cuando una mujer piensa que su marido esta equivocado en algún tema de fundamental importancia y surge el interrogante de si ha de expresar sus pensamientos o reprimirlos para proteger así la estrechez de la relación; cuando un artista o científico de pronto vislumbra un camino que puede alejarlo de las creencias y valores consensuales de sus colegas, de la orientación y opinión contemporáneos, y se presenta la encrucijada de seguir por ese camino solitario adonde sea que lo lleve o dar marcha atrás, el dilema y el desafío es siempre el mismo.  Las señales interiores, ¿deben atenderse o negarse?  La independencia en contraposición a la conformidad, la expresión de sí mismo en contraposición a la autocondena, la autoafirmación en contraposición a la resignación de sí mismo.

Los innovadores y creadores son personas que pueden aceptar la condición de solitarios en mayor medida que el resto de la gente.  Están más dispuestos a seguir su propia visión, aun cuando esa los conduzca lejos de la tierra firme de la comunidad humana.  Su ansiedad, por grande que sea, no los detiene.  Es este uno de los secretos de su fuerza.  Lo que denominamos «genio» tiene mucho que ver con el coraje y con el atrevimiento, esta estrechamente vinculado con el puro nervio.

Somos animales tales – Si bien algunas veces es necesario, normalmente no disfrutamos de largos períodos alejados de los pensamientos y creencias de quienes nos rodean, especialmente de los que respetamos y amamos.  Una de las formas más del heroísmo es el heroísmo de la conciencia, el heroísmo del pensamiento: la voluntad de tolerar la soledad.

Como todos los demás rasgos psicológicos, la independencia es una cuestión de grados.  Si bien nadie es perfectamente independiente ni por completo dependiente durante todo el tiempo, cuanto mayor sea el nivel de independencia que tengamos y cuanto más dispuestos estemos a pensar por nuestra cuenta, mayor será el nivel de autoestima que alcancemos.

Pensar con independencia consiste, en parte, en aprender a diferenciar entre los hechos, por un lado, y los deseos y temores por el otro.  La tarea resulta difícil a veces porque los mismos pensamientos se ven influidos y hasta saturados por el sentimiento.

No obstante, en muchas ocasiones, nos damos cuenta de que el deseo de realizar determinada acción no quiere decir que debamos realizarla: salir corriendo de la habitación en medio de una discusión cuando nos enfadamos por ejemplo.  Y el hecho de que nos pueda atemorizar realizar alguna acción no demuestra que debamos evitarla: acudir a un médico para hacernos un chequeo cuando existen indicios de enfermedad, por citar otro ejemplo.

Si efectuamos una compra que sabemos no podemos pagar y evitamos pensar sobre las cuentas pendientes, sometemos nuestra conciencia a nuestros deseos.  Si ignoramos las señales de peligro en un matrimonio y luego afirmamos estar desconcertados y desconsolados cuando el matrimonio por fin sucumbe, pagamos las consecuencias de sacrificar la conciencia a favor del temor.

En lo que respecta a la autoestima, la cuestión no reside en ejecutar impecablemente la tarea de distinguir entre hechos, deseos y temores para elegir la conciencia y negarnos a cualquier forma de evitación.  Más bien radica en la intención subyacente que tengamos cuando describimos a una persona como básicamente honesta en el sentido a que nos estamos refiriendo, no queremos decir que sea impermeable a la influencia de deseos y temores, sino que existe por su parte un deseo e intención pronunciados y evidentes de ver las cosas como son.  No podemos tener siempre la certeza de ser racionales u honestos; pero si podemos pretender tenerla, preocuparnos por alcanzarla.  No siempre somos libres de triunfar en nuestro modo de pensar, pero siempre somos libres de intentar triunfar.

La suma acumulada de elecciones en este aspecto arroja un sentido intrínseco de honestidad o deshonestidad básicas: una responsabilidad o irresponsabilidad esencial hacia la existencia.  Desde la infancia en adelante, algunos individuos muestran mucho más interés y respeto que otros en estos planteamientos sobre la verdad.  Otras personas actúan como si los hechos no fueran necesariamente hechos si no elegimos reconocerlos como tales; como si la verdad fuera irrelevante y las mentiras fueran mentiras sólo si alguien las descubre.

Mientras escribo estas líneas, recuerdo un artículo informativo que leí recientemente sobre un investigador médico de gran reputación, a quien se descubrió haber estado falsificando sus datos durante años, mientras fue acumulando un reconocimiento tras otro y honor tras honor.  Irremediablemente, la autoestima fue víctima de este comportamiento, aun antes de que se revelara el fraude.  Eligió a sabiendas vivir en un mundo de esencial irrealidad, en el que sus logros y prestigio eran igualmente irreales.

Contrastaremos esto con la psicología de científicos que, con paciencia y perseverancia, buscan pruebas que nieguen sus hipótesis.  Comprenden que lo irreal no tiene valor.

La tarea de la conciencia consiste en percibir lo que existe lo mejor que podamos.  Respetar la realidad -la percepción de lo que existe- significa respetar la conciencia; respetar la conciencia implica respetar el sí-mismo.

Todas estas apreciaciones nos conducen de manera muy natural a otro de los pilares de la más sana autoestima: la integridad.

A medida que pasan los años y desarrollamos nuestros propios valores y normas, el mantenimiento de la integridad personal adquiere cada vez más importancia para nuestra autoevaluación.  La integridad significa la integración de convicciones, normas, creencias… y comportamiento.  Cuando nuestro comportamiento y los valores que profesamos van de la mano, y la filosofía y la acción se correlacionan, tenemos integridad.

Cuando nos comportamos de modos que se contraponen a nuestros juicios acerca de lo que es adecuado, nos desprestigiamos a nuestros propios ojos.  Nos respetamos menos.  Si esta política se hace habitual, confiamos menos en nosotros mismos, o dejamos de confiar totalmente en nosotros mismos.

En su afán por desentenderse de la filosofía en general y de la ética en particular, los psicólogos se molestan por todo lo que parezca una referencia a la moralidad en el contexto de la psicoterapia o del bienestar psicológico.  Por lo tanto, se arriesgan a pasar por alto el hecho indiscutible de que la integridad es, en realidad, uno de los guardianes de la salud mental, y que resulta desconcertante y cruel estimular a la gente a creer que la práctica de ‘la atención incondicional’ hacia sí mismos les aportará una inmaculada autoestima, independientemente de la cuestión de su integridad personal.

Algunas veces, un individuo intenta escapar de la carga de la integridad desconociendo, o afirmando desconocer, todos los valores y normas.  Lo cierto es que los seres humanos no pueden retroceder a un nivel de evolución inferior; no podemos regresar a una época en la que afín no se pensaba que fueran posibles los principios y planes a largo plazo.  Somos seres conceptuales y no podemos operar adecuadamente como ninguna otra cosa.  Necesitamos valores que guíen nuestras acciones.  Necesitamos principios que guíen nuestras vidas.  Nuestras normas pueden ser apropiadas o inapropiadas para los requerimientos de nuestra vida y bienestar, pero resulta imposible vivir sin normas de ningún tipo.  Una rebelión tan profunda en contra de nuestra naturaleza, como intentar desechar todos los valores, principios y normas es en si misma una expresión de autoestima empobrecida y garantía de que el empobrecimiento no se detendrá.

– el bien es bastante fácil reconocer, partiendo del sentido común, la relación entre la autoestima y la integridad, no siempre resulta tan simple como parece en un principio la cuestión de vivir de acuerdo con nuestras normas.  ¿Qué pasa si nuestras normas están equivocadas o son irracionales?

Podemos aceptar un código de valores que agreda a nuestras necesidades como organismos vivientes.  Por ejemplo, ciertas enseñanzas religiosas condenan el sexo, el placer, el cuerpo, la ambición, el éxito material, el goce de la vida en la tierra (sin propósito definido).  Esta aceptación de normas que niegan la

vida constituye un enorme problema que tendremos que analizar más adelante.

Cuando comprobamos que vivir según nuestras normas nos conduce hacia la autodestrucción, ha llegado el momento de cuestionar nuestros modelos, en vez de resignarnos simplemente a vivir sin integridad.  Debemos reunir el coraje suficiente para desafiar algunas de las ideas más arraigadas que tenemos acerca de lo que se nos enseñó a considerar el bien.

Para citar algunos ejemplos del tipo más frecuente en la práctica de la psicoterapia: mujeres que luchan con los dilemas morales creados por la prohibición de la iglesia católica con respecto a los dispositivos del control de natalidad y al aborto; ciertos funcionarios estatales que, desanimados por la magnitud de la corrupción burocrática, se sienten atrapados en el conflicto entre su noción del patriotismo y el buen ejercicio de su ciudadanía, por un lado, y las exigencias de la conciencia individual, por el otro; hombres de negocios trabajadores y ambiciosos a los que se les animó, al inicio de sus carreras, a ser productivos e industriosos y que, cuando terminan cometiendo el pecado de triunfar, se ven enfrentados a la desorientadora profecía bíblica que dice que será más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos; esposas que de pronto se dan cuenta de que el concepto tradicional de la mujer como servidora del hombre constituye una moral de autoaniquilación; jóvenes que se debaten entre cumplir con su obligación militar o escapar de ella; ex monjas y curas desencantados de las instituciones religiosas a las que habían prometido obediencia que se esfuerzan por definir sus valores fuera del contexto de una tradición que ya no pueden aceptar; rabinos o ex rabinos con el mismo problema; personas jóvenes que se rebelan contra los valores de sus padres y no saben que criterio del bien habrá de guiar sus vidas en adelante.

Estos conflictos y la manera en que se resuelven o dejan de resolverse afectan indefectiblemente la calidad de la autoestima del individuo, porque se ve afectada la manera en que se vive la integridad.  Y la integridad es un requisito de la elevada autoestima.

Toda discusión acerca de los pilares centrales de la sana autoestima que se precie de completa debe reconocer el importantísimo rol de la propia responsabilidad como orientación básica de vida.  La propia responsabilidad resulta esencial para la autoestima, además de ser un reflejo o manifestación de autoestima positiva.  La relación entre la autoestima y sus pilares es siempre recíproca.

Como psicoterapeuta, suelo observar que la transformación más radical se produce después de que el paciente toma conciencia de que nadie acudirá a su rescate.  «Cuando por fin me permití afrontar de lleno mi propia responsabilidad en mi vida «, me ha dicho más de un paciente, «comencé a madurar.  Comencé a cambiar.  Y mi autoestima comenzó a crecer».

Soy responsable de mis elecciones y acciones.  No responsable como receptor de la culpa moral, sino responsable como el agente causal principal en mi vida y mi comportamiento.  Más aun, la propia responsabilidad significa aceptación de mi soledad básica y aceptación de la responsabilidad de lograr mis objetivos personales.

Llegar a apreciar la propia responsabilidad puede resultar una experiencia estimulante y vigorizadora.  Nos hace dueños de nuestras propias vidas.  Por ejemplo, el paciente sometido a terapia aprende a preguntarse: » ¿Por qué y cómo me obligo a ser tan pasivo?  ¿Qué me digo para mantenerme tan pasivo?», en vez de lamentarse «¿Por qué soy tan pasivo?» En lugar de convencerse de que no puede preocuparse de nada, el paciente aprende a investigar por qué y cómo se priva de experimentar sentimientos intensos hacia las cosas.  «Por qué» en este contexto significa «Con qué fin».  En vez de preguntarse «¿Por qué tengo la nuca siempre en tensión?», el paciente aprende a preguntarse «¿Qué sentimientos estoy tratando de evitar poniendo en tensión los músculos de mi cuello?» En lugar de quejarse de que la gente se aprovecha de ella, la paciente aprende a preguntarse «,Por qué y cómo invito o aliento a las personas para que me utilicen?» En lugar de «Nadie me comprende», el paciente se pregunta. ¿Por qué y de qué manera hago que a la gente le cueste comprenderme?» En vez de ¿Por qué las mujeres se alejan de mí?», el paciente se enfrenta a la pregunta «¿Por qué y de qué modo siempre consigo que las mujeres se alejen de mí?» En lugar de lamentarse «Siempre fracaso en cualquier cosa que emprenda»‘, comienza a considerar «¿Por qué y cómo consigo siempre fracasar en lo que intento?’

Con esto no quiero decir que no sea posible sufrir como consecuencia de un accidente o por culpa de otros, ni tampoco que seamos responsables de todo lo que pueda pasarnos en la vida.  No somos omnipotentes.

Pero la propia responsabilidad es, sin duda, indispensable para una buena autoestima.  El hecho de evitar la responsabilidad nos convierte en víctimas de nuestra propia vida; nos deja indefensos.  Es de este concepto del que deben liberarse las personas para llegar a evolucionar hacia un sentido no trágico de la vida.

Queda mucho por decir con respecto a las condiciones de una buena autoestima, más de lo que puede abarcar este capítulo.  Pero todo lo discutido hasta el momento se refiere a las operaciones mentales y seguirá teniendo vigencia en los aspectos que trataremos a continuación.  Constituye el punto esencial en la base de la presentación total.  La autoestima se afianza internamente, y no en los éxitos y fracasos externos.

Cuando no se comprende este principio, se produce una profunda e innecesaria angustia e inseguridad.  Si nos juzgamos mediante criterios que implican factores ajenos a nuestro control volitivo, inevitablemente el resultado será una precaria autoestima en peligro crónico.  Pero no necesariamente tiene que quedar afectada u obstaculizada nuestra autoestima si, a pesar de nuestros mejores esfuerzos, fracasamos en una empresa en particular, aunque no experimentemos la misma emoción que hubiéramos sentido de haber triunfado.

Por otro lado, es necesario que recordemos que el si-mismo no es una entidad estática, acabada, sino una creación en continua evolución, un despliegue de nuestras potencialidades, expresado en nuestras elecciones, decisiones, pensamientos, juicios, respuestas y acciones.  Concebir el si-mismo como básica e inalterablemente bueno o malo -sin tener en cuenta nuestra manera de conducirnos presente y futura- significa negar la libertad, la autodeterminación y la propia responsabilidad.  Siempre guardamos en nuestro interior la posibilidad de cambiar, nunca estamos obligados a permanecer prisioneros de las elecciones del pasado.

Por último, quiero introducir el tema de la autoaceptación, especialmente pertinente para los que no están conformes consigo mismos y buscan un cambio en el concepto de sí mismos.

Si hemos de crecer y cambiar, debemos comenzar por comprender la autoaceptación.  Según mi experiencia laboral, la autoaceptación no es un concepto fácil de entender para la mayoría de la gente.  Existe la tendencia a confundir la autoaceptación con la aprobación de cada aspecto de la propia personalidad (o de la apariencia física) y aún la negación de la idea de que puede ser deseable algún cambio o mejora.

Aceptarse a uno mismo no significa no desear cambiar, mejorar, evolucionar.  Significa no estar en guerra con nosotros mismos: no negar la realidad de lo que es cierto respecto de nosotros en este momento de nuestra existencia.  Volvemos al tema del respeto y la aceptación hacia los hechos, en este caso, los hechos de nuestro propio ser.(1)

Aceptamos significa aceptar el hecho de que lo que pensamos, sentimos y hacemos son expresiones del sí-mismo en el momento en que se producen.

Mientras no podamos aceptar el hecho de lo que somos en un determinado momento de nuestra existencia, mientras no nos permitamos tomar plena conciencia de la naturaleza de nuestras elecciones y acciones, no podremos dar cabida a la verdad en nuestra conciencia, no podremos cambiar.

Para aceptar lo que soy, es necesario que contemple mi propia experiencia con una actitud que se desentienda de los conceptos de aprobación y desaprobación: con el deseo de percatarme.

Queda por comprender la autoaceptación en un nivel más profundo.  La autoaceptación, en esencia, se refiere a una actitud de autovaloración y compromiso con uno mismo que deriva fundamentalmente del hecho de estar vivo y ser consciente.  Es más profunda que la autoestima, trata de un acto de autoafirmación preexistente a la racionalidad y la moralidad: una especie de egoísmo primitivo que constituye el derecho de nacimiento de todo organismo consiente y, que, sin embargo, es vulnerable de ser atacado o anulado por los seres humanos.

Precisamente, una actitud de autoaceptación es lo que todo buen terapeuta se propone y desea despertar incluso en la persona que presente la más baja autoestima. (72) Esta actitud puede llevar a una persona a enfrentarse con lo que sea que tema encontrar dentro de sí, sin caer en el odio hacia sí misma, ni repudiar el valor de su persona, ni renunciar a la voluntad de vivir.  De manera que es posible que una persona no se sienta conforme con

 

1*. Analizo este tema con cierta profundidad en The Disowned Self

 

tener una baja autoestima y aceptarlo juntamente con las inseguridades y sentimientos de culpa: «Los acepto como parte de cómo me veo en este momento».

La autoaceptación, en este nivel, es incondicional.  La autoestima no lo es, no puede serlo.

Cuando me propongo explicar el concepto de la autoaceptación a mis pacientes, algunas veces escucho protestas: «Pero no me gusta cómo soy.  Quiero ser diferente’.

O:      «No me gusta temer lo que otros puedan pensar de mí.  Odio ese aspecto de mi persona.  Me gustaría deshacerme de él».

O:      «Me avergüenzo de sentir que no puedo decir no a ningún hombre que me pida acostarme con él.  Me desprecio por ser así.  ¿Se supone que debo aprobar esto?»

O:      «Las personas a quienes admiro son fuertes, seguras, contundentes.  Así quiero ser yo.  ¿Por qué conformarme con ser un cero a la izquierda?’

Observamos en estos comentarios las dos falacias mencionadas: la creencia de que si aceptamos quiénes y qué somos, debemos aprobar cualquier cosa con respecto a nosotros, y la creencia de que aceptamos quiénes y qué somos, nos será diferente cambiar o mejorar.

Sin embargo, incluso el mero hecho de criticar nuestro propio comportamiento implica que somos competentes para emitir tales juicios.  Y el deseo de cambiar, de evolucionar, implica que somos merecedores de ese crecimiento.  Algunas personas que acuden a psicoterapia luchan con este dilema con respecto al propio tratamiento.  «Merezco emplear todo este tiempo y dinero en mis problemas y en la lucha por la felicidad?» Sin este nivel mínimo de autovaloración y autoaceptación, ninguna evolución es posible.  Pero si comprendemos la autoaceptación, esta será un importante punto de partida hacia el cambio, incluyendo el crecimiento en la autoestima.

Recuerdo a una paciente que insistía en que lo que sentía era desprecio por si misma, por su incapacidad de rechazar las propuestas sexuales de cualquier hombre.  Le pregunté si realmente era cierto que se consideraba una mujer incapaz de decir que no.  «Sí, me respondió llorosa».  Le pregunté si estaba dispuesta a aceptarlo como un hecho.  «¡Odio ser así!», Me respondió.  Le pregunté si -partiendo de cómo se veía a sí misma- estaba dispuesta a aceptar la verdad y reconocerla.  Al cabo de un momento, dijo de mala gana: «Acepto el hecho de que me veo como una mujer que no puede decir que no.  A mi pregunta de cómo la hacía sentir admitir esto, respondió: «atada».

Luego le pregunté si podía aceptar el hecho de que se siente muy irritada cuando reconoce considerarse una mujer que no sabe negarse.  Me contestó indignada: «¡Me niego a aceptar el hecho» de que soy ese tipo de persona!»

Le pregunté: «¿Entonces, qué le hace pensar que cambiará algún día?»

Le prescribí una serie de ejercicios psicológicos con el objeto de facilitarle aceptar su estado presente.  Esencialmente consistieron en ayudarla a sentir que así era en ese momento.  Al cabo de un rato, mostró un cambio de sentimientos: abandonó la posición de luchar consigo misma, comenzó a relajarse dando lugar a un sentimiento de «en este momento de mi vida, esto es parte de mi persona».

«Esto es tan extraño», observó ella.  «Nada cambió.  Sigo teniendo ese problema, pero me siento más tranquila.  Ya no estoy furiosa conmigo misma.  Es sólo… parte de mi.  No me gusta, pero es un hecho.  Lo reconozco.  No sólo con palabras, sino que… realmente lo he aceptado como verdad.  Nada ha cambiado y, sin embargo me siento como si tuviera más respeto por mí misma».

Luego hizo una interesante observación: «Y mientras comienzo a aceptar la realidad de lo que he estado haciendo, de cómo he estado viviendo, parece como si fuera de más seguir haciéndolo… me refiero a seguir haciendo que desapruebo, que son humillantes. Quizá por eso me resistía a aceptarlo.  Cuando uno deja de luchar y acepta las cosas, algo comienza a ocurrir».

Necesitaré profundizar más en el tema de la autoaceptación, pero, por el momento, resumiré su relación con el cambio y la evolución personal de la siguiente manera: Si puedo aceptar que soy quien soy, que siento lo que siento, que hice lo que hice -si puedo aceptarlo, me guste o no-, puedo aceptarme a mi mismo.  Puedo aceptar mis defectos, las dudas con respecto a mí mismo, mi baja autoestima.  Y una vez que puedo aceptar todo esto, estoy del lado de la realidad, no contra ella.  Ya no torturo mi conciencia para mantener ilusiones sobre mi condición actual.  Tengo libre el camino para comenzar a fortalecer mí autoestima.

 

El problema de la culpa

 

La esencia de la culpa, sea esta importante o menor, radica en el remordimiento de conciencia moral: me he comportado mal habiendo tenido la posibilidad de no hacerlo.  La culpa siempre contiene la implicación de elección y responsabilidad, independientemente de que seamos o no conscientes de ello.

Hemos visto que, para un niño, la autocondena y la culpa tienden tener un valor de duración limitada si surgen para hacer el mundo del otro más inteligible y favorecer en cierto sentido el control sobre su vida.  Puede persistir en la edad adulta la imperiosa necesidad de creer que el universo es justo y que las cosas terribles no les ocurren a las personas inocentes: por ejemplo, cuando las víctimas se culpan a si mismas, o se las alienta para que lo hagan, en vez de afrontar el hecho de que pueden ser marionetas indefensas en manos de fuerzas irresponsables y malintencionadas.

En la actualidad, existen ciertos cursos de control de la conciencia y supuestas disciplinas espirituales que enseñan que somos responsables de todo lo que nos pasa, somos los artífices de todo lo que nos ocurre.  Apelan a la necesidad de sentirse bajo control, la necesidad de sentirse eficiente.  Pero este punto de vista puede llevar a la conclusión de que un bebé de un año en un país en guerra es responsable de que le alcance una bomba. Es increíble que existen quienes no reniegan de esta deducción

Hace algunos años, participé en un debate con un renombrado psicólogo que insistía en que los niños que aún no han nacido son responsables de elegir a sus padres, lo cual le llevó a la conclusión de que el niño golpeado ha elegido padres torturadores.  No encontró respuesta para la pregunta obvia: ¿los padres tuvieron alguna elección en la cuestión o estuvieron a la absoluta merced de la voluntad del niño no nacido?  Lo cierto es que, con el fin de no corromper el concepto de responsabilidad, necesitamos mantenerlo dentro de ciertos limites racionales.

A menudo me encuentro, entre mis pacientes, con el problema de no saber definir estos límites.  Un ser querido -marido, mujer, un hijo muere en un accidente y, a pesar de que el paciente sabe que la idea es irracional, siente que «de alguna manera debería haberlo evitado».  Algunas veces la culpa, en parte, es alimentada por el arrepentimiento de acciones ejecutadas o no ejecutadas mientras la persona vivía. Pero en el caso de las muertes que parecen carecer de sentido, como cuando muere alguien atropellado por un conductor imprudente o durante alguna operación menor, el superviviente puede experimentar la insoportable sensación de encontrarse fuera de control, de verse indefenso y a merced de un hecho que no tiene un significado racional.  En un caso de este tipo, la autocondena o el remordimiento de conciencia pueden apaciguar la angustia y disminuir la sensación de impotencia.  El superviviente piensa: «Si tan sólo hubiera hecho esto y lo otro de un modo diferente, este terrible accidente no habría ocurrido».  De esta manera, la culpa explica la necesidad de eficacia otorgando una ilusión de eficacia.

Algunas veces, esta misma forma de culpa inmerecida se produce después de un divorcio o problemas con los hijos.  En estas situaciones, se puede pensar: «De alguna manera debí haber sabido cómo evitar esto; de alguna manera, debí haber sabido qué hacer».  Aun cuando no se tenga muy claro cómo se podría haber actuado de otro modo y aun cuando puedan haber entrado en juego elementos decisivos ajenos al control personal del individuo atormentado.

No es infrecuente que este tipo de culpas aquejen también a personas con una alta autoestima, disminuyéndosela temporalmente.  Pero cuando partimos de una baja autoestima, las culpas encuentran naturalmente terreno fértil donde desarrollarse, empeorando un autoconcepto ya deficiente de por sí.

Lo enunciado en estos párrafos explica por qué, para proteger la autoestima, debemos comprender claramente los limites de la responsabilidad volitiva.  Donde no hay control, no puede haber responsabilidad, y donde no hay responsabilidad, no cabe remordimiento de conciencia alguno.  Pesar, sí; culpa, no.

Cuando no existe ni evasión, ni irresponsabilidad, ni violación consciente de la integridad, no hay fundamentos racionales para el sentimiento de culpa.  Naturalmente, puede haber fundamentos para el dolor o el arrepentimiento por errores de juicio.  Desde el punto de vista de la autoestima, esta distinción es de crucial importancia.

El concepto del pecado original -de culpa en la que no existe la posibilidad de inocencia, ni libertad de elección, ni otras alternativas- se contrapone a la autoestima por su propia naturaleza.  Por lo tanto, resulta antihumano.

El problema de la culpa puede tomar muchas formas.  Consideraremos las más frecuentes.

Quizá la forma más leve de la culpa sea la experimentada por aquellas personas que, si bien pueden evitar reflexionar en demasía sobre sus relaciones, trabajo, valores y objetivos en general, no han violado conscientemente sus convicciones en gran medida, ni han intentado eludir la realidad y se imponen a lo que consideran irracional.  Es posible que operen en un nivel de conciencia inferior al que podrían acceder, pero son más o menos honestos dentro de ese contexto.

Los que sí actúan en contra de sus convicciones morales suelen experimentar una mayor carga de culpa.  Pero en esto debemos hacer una distinción importante.

Hay personas que, si violan sus propios principios, sienten tanto culpa como ansiedad, pero, de hecho, no se sienten culpables «contundentemente».  Están protegidas por el hecho de que tienen unas normas independientes que sostener y una integridad que mantener.  Pueden sentir «no debí haber traicionado mis propias normas en este asunto», y seguir gozando de un nivel de autoestima considerable.

La culpa tiende a ser más aguda y dolorosa para las personas cuya posición con respecto a los juicios morales es implícitamente autoritaria.  No existe el sano recurso intrínseco de la comprensión racional o el juicio independiente que proteja a los transgresores de sentimientos de desprecio esencial cuando desobedecen al prójimo que respetan.  Experimentan sus ansiosos sentimientos de culpa como miedo a la desaprobación de ese prójimo.  Este se percibe como la voz de la realidad objetiva que los llama a juicio.

En la experiencia psicoterapéutica es tan importante el porcentaje de culpa que tiene que ver con la desaprobación o condena del prójimo respetado, como por ejemplo los padres, que no se recomienda jamás tomar las declaraciones de culpa al pie de la letra.  Muchas veces, cuando una persona declara: «Me siento culpable por esto y aquello», lo que quiere decir y difícilmente reconoce es: «Tenía miedo de que mis padres me censuraran si se enteraban de lo que había hecho».  A menudo comprobamos que la persona no reprueba realmente la acción.  En estos casos, la solución del problema de la ‘culpa’ reside en el coraje para escuchar la voz del sí-mismo; en otras personas: en una mayor autonomía.

Por ejemplo, un hombre declara sentirse culpable de masturbarse porque sus padres le enseñaron que era pecaminoso.  Algunas veces, el terapeuta resuelve el problema sustituyendo la autoridad de los padres del paciente por la propia y asegurando al hombre que la masturbación es una actividad perfectamente aceptable.  Este es el tipo de solución habitual entre los terapeutas de tendencia fuertemente dialéctica.  Se parte de la suposición de que la culpa del hombre viene provocada por su equivocada idea acerca de la moralidad de la masturbación.  Según mi experiencia, diría que esta es la Cortina de humo que esconde el problema.  Este reside en la dependencia y temor de la autoafirmación, en la imposibilidad de respetar los juicios propios, lo que implica la imposibilidad de respetar el sí-mismo.

En algunas oportunidades, las declaraciones de culpa representan una Cortina de humo de sentimientos de rencor sofocados.  No fui capaz de satisfacer las expectativas o normas de otras personas.  Tengo miedo de admitir que me siento intimidado por esas expectativas y normas.  Tengo miedo de conocer lo furioso que estoy por lo que se espera de mi.  Entonces opto por convencerme y convencer a otros de que me siento culpable de no poder hacer lo que corresponda y, de esta manera, no tengo que temer comunicar mi resentimiento y exponer mi relación con los demás.

Cuando se instruye al individuo que tiene este problema para que reconozca, experimente y exprese el resentimiento la «culpa» tiende a desaparecer.

En otras palabras, cuando llegamos a ser más honestos con respecto a nuestros propios sentimientos -otra forma de respetar el si-mismo-, renunciamos a la necesidad de sentirnos «culpables».  Al hacer esto, somos más libres para pensar claramente acerca de los valores y expectativas que posiblemente necesitemos desafiar.

Sin negar que hay momentos en que las personas se sienten realmente culpables porque no han vivido de acuerdo con normas que ellas mismas respetan, un enorme porcentaje de lo que se suele llamar «culpa» resulta ser un disfraz de otros sentimientos que han sido ocultados, como en los ejemplos descritos.  Cuando sospecho sobre la autenticidad de las declaraciones de culpa de una persona, suelo pedirle que complete la frase «Lo bueno de sentirse culpable es que…» Las siguientes son las respuestas más frecuentes.

 

Lo bueno de sentirse culpable es que:

 

Me permite permanecer paralizado.

No tengo que hacer nada.

La gente siente pena por mí.

Prueba que soy una persona moral.

No tengo que cambiar.

Puedo sentirme superior a otras personas (que no tienen la integridad de sentirse culpables).

Puedo sentir pena por mí.

Puedo manipular a otras personas para que me digan que soy bueno.

Puedo dar la razón a mis padres.

 

La mayoría de estos finales de frase se explican por sí mismos.  Quizá no ocurra esto con el último, que resulta sumamente importante.

Supongamos que, de pequeños, recibimos mensajes de nuestros padres acerca de que somos malos, por razones que pueden tener poco o nada que ver con nuestro verdadero comportamiento.  Un «buen» niño es el que se adapta al punto de vista que los padres tienen de las cosas.  De manera que, si un niño quiere ser bueno y se le dice que es malo, se genera una dolorosa paradoja.  Veamos:

 

Quiero ser bueno.

Mis padres me dicen que soy malo.

Un buen niño no contradice a sus padres.

Entonces, para ser bueno hay que ser malo.

Si realmente tuviera que ser bueno, me volvería malo, ya que mis padres me dicen que no soy bueno y no está bien contradecirlos.

Si soy malo, soy bueno, ya que me adecuo al punto de vista que mis padres tienen de las cosas.

Por otro lado, si tuviera que ser bueno, me haría malo:

desobediente e incumplidor.

 

En otras palabras, si relaciono mi autoestima con la aprobación de mis padres y el precio de la aprobación es el cumplimiento, entonces terminar persiguiendo la autoestima positiva aceptando la autoestima negativa. . Este conflicto constituye uno de los problemas más comunes que pueden encontrarse entre los pacientes de psicoterapia.  La solución, en principio, reside una vez más en aumentar la autonomía, cambiando las fuentes de autoestima de las señales externas a las internas, del juicio de los padres al propio, lo cual implica aprender a respetar el sí-mismo.

La dificultad con la que muchas personas se enfrentan cuando tratan de realizar esta mutación es el miedo a la soledad y la propia responsabilidad.  Nunca superaron la noción infantil de que la relación con sus padres resulta esencial para la supervivencia.  Tampoco descubrieron adecuadamente su propia capacidad para afrontar los desafíos de la vida.  De modo consciente o subconsciente, siguen siendo niños.  No tiene ninguna importancia que en la realidad puedan haber demostrado ser más capases de sobrevivir que sus padres.

Así descrito, el problema puede parecer casi agobiante, lo cual es lamentable, ya que afrontarlo y superarlo puede describirse como una empresa heróica (si consideramos el coraje y la perseverancia criterios esenciales del heroísmo).

No maduramos negando o reprimiendo nuestros sentimientos de dependencia, sino aceptándolos, experimentándolos, para luego dejarlos atrás aprendiendo a escuchar y respetar nuestras señales internas -a pensar por nosotros mismos- y a dejarnos guiar por nuestras propias conclusiones.

Desde el punto de vista de la protección de la autoestima, resulta esencial distinguir entre la culpa racional y la autoconciencia.  Por culpa racional entendemos una evaluación auténtica en alguna acción equivocada, un sentimiento genuino de arrepentimiento o remordimiento y la determinación de efectuar una mejor elección en el futuro.  La autocondena es un veredicto dirigido al individuo como tal y contiene una contradicción: ¿si soy irredimiblemente despreciable, quién se preocupará lo suficiente como para pronunciar el veredicto?  ¿A quién he ofendido íntimamente?  Si soy yo quien pronuncia el veredicto, entonces no puedo ser totalmente despreciable.

La culpa racional es una señal de alarma.  Nuestra supervivencia y bienestar no se verían beneficiados si careciéramos de la capacidad de reprocharnos a nosotros mismos.  Algunas veces, en estado de conciencia semiconcentrada, nos comportamos ciegamente, mal o de una manera irresponsable, y la primera señal para llamar nuestra atención consciente la constituye una desagradable sensación que pertenece a la culpa.

Pero la culpa irracional que subvierte los fines de la supervivencia y el bienestar alcanza proporciones virtualmente epidémicas.  Por eso puede llegarse a decir: «Me siento culpable por desear a la esposa de mi mejor amigo.

Lo cual implica que nuestros deseos sexuales se encuentran sometidos a nuestro control volitivo directo y jamás deben fluir de manera inconveniente o en una dirección inadecuada.

Traducción más probable: las personas que respeto me condenarían por tener estos deseos.

O:      «Me siento culpable por ser tan atractivo.

Implicación:  mi atractivo constituye mi castigo hacia aquellos que no lo poseen.

Traducción más probable: tengo miedo de los celos o envidia de otras personas.

O:      «Me siento culpable por ser tan inteligente».

Implicación:  nací con un buen coeficiente mental a expensas de todos los que no lo poseen; o peor aún, considerando que todo individuo debe ejercitar el potencial de inteligencia con el que nació, no merezco ningún reconocimiento por lo que he hecho con mis dotes.

Traducción más probable: tengo miedo de la animosidad de aquellos que se sienten agraviados por mi inteligencia.

O:      «Me siento culpable por haber recibido trato preferencial de mis padres respecto a mis hermanas porque era el único hombre».

Implicación:  soy moralmente responsable del comportamiento de mis padres.

Traducción más probable: siento resentimiento por la carga y expectativas que constituyen la otra cara del trato preferencial que reciben los hijos varones.

O:      «Me siento culpable de ser humano: nací en pecado.

Implicación:  resulta significativo hablar de culpa en un contexto en el que no existe la inocencia.  Es más: debo aceptar un concepto que justifica la violencia para alcanzar la razón y la moralidad porque lo proclaman las autoridades.

Traducción más probable: esas autoridades guardan el monopolio de la moralidad y los juicios morales; ¿quién soy yo para contraponer mi juicio al suyo

O:      «Me siento culpable porque mis padres nunca me quisieron.

Implicación:  la respuesta de mis padres hacia mi sólo pudo haber estado determinada por mi propio carácter moral, no por problemas suyos que quizá no hayan tenido nada que ver conmigo.  Debieron de comprender que yo no tenía valor como persona desde el principio.

Traducción más probable: la única forma de salvaguardar mi relación con ellos, la única forma de seguir siendo su hijo y de conservar la sensación de pertenecer a alguien, consiste en aceptar sus ideas y permitirles que me definan.

O:      «Me siento culpable por haber alcanzado el éxito en la vida».

Implicación:  no sólo no merezco ningún reconocimiento moral por mis logros, sino que estos representan una injusticia para con aquellos, que, por la razón que sea, no han triunfado de la misma manera.  Es más, estoy en deuda moral hacia los que no han obtenido tantos éxitos como yo en la vida.

Traducción más probable: si no doy muestras de sentirme orgulloso de lo logrado, si noto mis sentimientos de orgullo no sólo de los demás sino también de mí mismo, quizá la gente me perdone y llegue a agradarle.

Quizá deba admitir que, en una época en la que el igualitarismo avanza descontroladamente y en la que existen personas que piensan que cualquier forma de desigualdad -de inteligencia, carácter, riqueza o atractivo físico- implica una injusticia por parte de alguien hacia algún otro, algunas de las instancias de culpa recién descritas pueden no ser consideradas irracionales.  Quizá estos ejemplos no sólo resulten conocidos para algunos lectores, sino que posiblemente otros los considerarán razonables.  Destacaré que cuando se exploran estas actitudes en el contexto de la psicoterapia, lo que emerge no es un proceso de razonamiento moral, sino el ocultamiento de un profundo temor a la autonomía, el miedo a no ‘pertenecer’.

Existe una paradoja en la aceptación de la culpa inmerecida. Con mucha frecuencia, el resultado es la creación de una verdadera culpa.  Si, por ejemplo, tengo miedo de afirmar mi derecho a existir o ser feliz, si carezco del coraje de ser honesto acerca del orgullo que siento por los éxitos que he obtenido o por el placer que me producen los beneficios de los que disfruto, entonces muy dentro de mí existe la incómoda sensación de la autotraición, la capitulación de la integridad, la aceptación de valores y normas que no respeto honestamente.  Y cuando la autoestima está socavada, puedo comenzar a realizar acciones contrarias a los principios que realmente respeto.

De la misma manera en que aceptar y expresar resentimiento puede acarrear la desaparición de lo que se denomina «culpa», un procedimiento similar con los sentimientos de orgullo y felicidad puede alejar remordimientos de conciencia que no tengan una verdadera razón de ser.  Así como puede necesitarse coraje para ser coherente con respecto al resentimiento, también puede necesitarse esta cualidad para admitir sentimientos de orgullo y felicidad.  Según mi experiencia, parece necesitarse más coraje para esto último que para lo primero.

Es obvio que la culpa -sea racional o irracional- puede ejercer un efecto dañino sobre la autoestima.  Por consiguiente, antes de dar por terminado este punto, quiero decir algo más acerca de la corrección de la culpa racional o realista.

Supongamos que hemos hecho algo verdaderamente incorrecto según nuestras propias normas, como faltar a la palabra de guardar un secreto, o adjudicarnos el reconocimiento por un logro que no nos pertenece, o haber sido económicamente deshonesto con nuestro jefe.  Sin negar el hecho de que algunas veces existen circunstancias especiales que requieren consideraciones especiales, en términos generales se puede decir que existen ciertos pasos específicos que hay que seguir para liberarnos de la culpa resultante.

El primero consiste en reconocer el hecho de que hemos sido nosotros quienes hemos llevado a cabo la acción.

El Segundo es admitir explícitamente, ante la persona o personas implicadas, el daño que hemos realizado y dar a entender que comprendemos las consecuencias de nuestro comportamiento, en caso de que sea posible.

El tercero consiste en realizar cada una de las acciones que está a nuestro alcance para contrarrestar o minimizar el daño realizado.

Por último, como ya mencionamos, necesitamos hacernos el firme propósito de comportarnos de otra manera en el futuro.

Ante la imposibilidad de seguir cualesquiera de estos pasos, es posible que una persona continúe sintiéndose culpable por algún mal comportamiento, aun cuando este haya tenido lugar muchos años atrás, aun cuando su terapeuta le haya asegurado que todos cometemos errores y aun cuando la persona ofendida le haya ofrecido su perdón.

Algunas veces tratamos de rectificarnos sin reconocer ni afrontar realmente lo que hemos hecho. O repetimos sin cesar «Lo lamento». O nos desvivimos por ser agradables con la persona que ofendimos sin tratar de solucionar la mala acción. O ignoramos el hecho de que existen acciones específicas que podríamos llevar a cabo para enmendar parte del daño que hicimos.  Algunas veces, claro, no es posible enmendar el daño y debemos aceptarlo: no podemos hacer más que lo posible.  Pero si no hacemos lo que es posible y apropiado, la culpa tiende a prolongarse.

Si intentamos evitar, negar y reprimir nuestros sentimientos negativos, en vez de afrontarlos con honestidad, lo único que hacemos es enterrarlos y, luego, la culpa se desparrama y extiende por todo el sentido del sí-mismo.  Una vez más, regresamos a la importancia del conocimiento, el conocimiento y la acción apropiada que fluye de esa toma de conciencia.

La acción resulta esencial.  Si hemos ejercido acciones que han dañado nuestra autoestima, sólo ejerciendo las correspondientes acciones en contra podemos recuperar la autoestima.

Recuerdo ahora una escena de la película Gandhi,» de Sir Richard Attenborough.  Un hindú se dirige a Gandhi con desesperación para anunciarle que es moralmente irredimible por

1*. Considero que debo aclarar que no soy admirador de Gandhi.

 

Que en un rapto de ira mató a un niño musulmán.  A la pregunta de por qué había hecho esto, responde que los musulmanes habían asesinado a su hijo.  «Estoy en el infierno», dice el hombre a Gandhi.  Este le contesta que existe una forma de salir del infierno.  Le dice al hombre que busque a un niño cuyos padres hayan sido asesinados y que lo eduque como si fuera suyo.  Luego Gandhi agrega que el hombre debe cerciorarse de que el niño sea musulmán, y que debe educarlo como musulmán.  De esta manera, Gandhi proporciona una respuesta perfecta a un problema asolador: una metáfora para el proceso que acabo de describir.

Nos engañamos si imaginamos que podemos redimir nuestra autoestima sólo a través del sufrimiento, o del autoconvencimiento de que no existe redención posible para nuestra autoestima.  Con raras excepciones, siempre existe una forma de redención y es nuestra responsabilidad encontrarla.  El desafío no reside en entregarse a la pasividad.  La pasividad ­la abdicación de la responsabilidad de la acción- constituye enemigo primordial.

 

La motivación por el miedo

 

Según el grado de baja autoestima que sufra una persona, su conciencia estará regida en mayor o menor medida por el miedo: miedo a otras personas, miedo a hechos reales o imaginarios sobre el sí-mismo, evadidos o reprimidos.  Miedo al mundo exterior y miedo al mundo interior.

Los sentimientos de ansiedad, inseguridad, incluyendo la duda con respecto a sí mismo, la indescriptible sensación de sentirse inútil para la realidad, inadecuado para los desafíos de la vida, surgen inevitablemente siempre que fracasamos en la tarea de alcanzar un nivel de confianza en nosotros mismos y de respeto por nosotros mismos más o menos satisfactorio.  De este modo, el miedo se transforma en la fuerza motivadora central dentro de la personalidad.

Un hombre de baja autoestima, por ejemplo, se transforma en marido y padre.  Organiza su casa provocando el miedo en su esposa e hijos, valiéndose del mismo miedo que lo motiva como fuente principal de energía y acción.  Elude las expresiones de dolor e infelicidad en los ojos de sus seres queridos; no responde a los esfuerzos que ellos realizan para comunicarse con él; se vuelve hosco y ensimismado cuando se niegan a obedecerle.  Los años pasan y ve desvanecerse el amor o respeto que alguna vez sintieron por él.  Se deprime cada vez más.  A los cincuenta años, se siente desgastado, deprimido y a veces, en sus fantasías, piensa en el suicidio.  Es víctima de una baja autoestima no corregida.

El miedo sabotea la mente, la claridad, la eficacia.  El miedo socava el sentido de la valoración personal.  Y las acciones motivadas por el miedo, más que por la confianza, son generalmente el tipo de acciones que dejan en el individuo una sensación de menosprecio personal.

Cuando una persona que sufre de baja autoestima establece diferentes defensas, o estrategias para evitar la realidad, con el propósito de no tener que afrontar la sensación de ineficiencia, inevitablemente se producen distorsiones en su manera de pensar.  Los procesos mentales ya no son regulados por el objetivo de aprehender la realidad con claridad, sino, en el mejor de los casos, por el de obtener sólo aquellos conocimientos compatibles con el mantenimiento de las defensas.

El individuo que intenta fingir una sana autoestima convierte en condicional la percepción de la realidad: ciertas consideraciones adquieren mayor importancia que la realidad, los hechos y la verdad.  Como consecuencia, la conciencia se ve manejada, de manera significativa y peligrosa, por las cuerdas de los deseos y miedos, sobre todo de estos últimos.  Los miedos se transforman en los amos y señores; es a ellos, y no a la realidad, a los que debe ajustarse el individuo.  Así, el individuo se ve empujado a perpetuar y reforzar el mismo tipo de criterios antirracionales y autodestructivos que provocaron la pérdida de su seguridad personal y el respeto de sí mismo en primera instancia.

Consideremos, por ejemplo, el caso de un individuo que posee la casi ilusoria imagen de sí mismo como osado y perspicaz corredor de bolsa a punto de hacer una fortuna.  No hace más que perder dinero y sufrir fracasos en sus sucesivos intentos para enriquecerse de la noche a la mañana, siempre ciego frente a las pruebas de que sus planes no resultan, siempre ignorando los hechos más desagradables, vanagloriándose siempre altivamente, embelesado ante la increible imagen de sí mismo como hombre de negocios brillante y habilidoso.  Se desplaza de un desastre a otro, temiendo descubrir que la visión de sí mismo que parece ser su cinturón de seguridad es, en realidad, un lazo que lo está ahogando paulatinamente.

O pensemos en una mujer de mediana edad cuyo sentido del valor personal depende esencialmente de su imagen de sí misma como una belleza joven y encantadora, y que, por lo tanto, percibe cada arruga de su rostro como una amenaza metafísica a su identidad.  Se precipita a establecer relaciones sexuales con hombres veinte años menores que ella, racionalizando cada relación como una gran pasión, sin considerar los caracteres y motivos de los jóvenes en cuestión, reprimiendo la humillación que siente en compañía de sus amigos.  Busca constantemente la reafirmación que le brinda cada nuevo admirador, huyendo cada vez más rápidamente del acecho implacable del perseguidor que representa su propio vacío interior.

No hay forma de conservar la claridad en nuestro modo de pensar mientras haya consideraciones en nuestra mente ­principalmente gobernada por el temor- que se antepongan a los hechos concretos de la realidad.  No existe manera alguna de preservar el poder de nuestra inteligencia intacto si, implícitamente, acogemos la creencia de que la subsistencia de nuestra autoestima positiva (o de nuestras pretensiones de alcanzarla) está condicionada a la ignorancia de cierto hechos.

La miseria, la frustración, el terror que caracterizan el estado psicológico de muchas personas dan testimonio de dos hechos: que una autoestima positiva constituye una necesidad básica sin la que no podemos vivir la vida que nos corresponde, y que la autoestima positiva esta relacionada estrechamente con la honestidad y la integridad.  A esto se debe que, tanto en la psicoterapia como en la vida, sea tan importante crear un contexto en el que la persona descubra que es importante ser honesto, honesto en los pensamientos, sentimientos y comportamianto.  Cada vez que admitimos una verdad difícil, cada vez que nos enfrentamos a aquello que nos producía temor afrontar, cada vez que reconocemos -ante nosotros y ante los demás- hechos cuya existencia hemos estado ignorando, cada vez que nos mostramos dispuestos a tolerar el miedo o la ansiedad temporales en beneficio de un mejor contacto con la realidad, nuestra autoestima crece.

La ansiedad, en general, es una señal de alarma psicológica

que advierte al organismo sobre un peligro real o imaginario. En diferentes grados de intensidad, sentir este tipo de ansiedad forma parte de la condición humana.

La ansiedad a la que me refiero, generalmente como neurótica o patológica, es de una clase muy especial.  Prefiero denominar la ansiedad de la autoestima.

La ansiedad de la autoestima no sólo es distinta de los miedos racionalmente justificados que afectan al mundo en general, tal como el miedo a una guerra o un crack económico, sino también de los miedos comunes de la vida diaria, como el temor de caer atropellado.  El miedo comúm es una reacción proporcionada y localizada en un peligro concreto, externo e inmediato.  También es distinta de la ansiedad objetiva o normal en la que, como ocurre con el miedo, los sentimientos de aprensión e impotencia se dirigen hacia una fuente específica, en la que el peligro resulta menos inmediato y la emoción más predecible, como el sentimiento que puede asaltar a una persona frente a síntomas de alguna enfermedad grave o el que pueden experimentar unos padres cuyo hijo haya sido secuestrado.  El miedo y la ansiedad objetiva desaparecen cuando deja de existir el peligro.

Por el contrario, la ansiedad de la autoestima es un estado de miedo experimentado en ausencia de una amenaza objetiva, perceptible, real o inminente.  Este tipo de ansiedad no siempre aparece de una forma intensa o violenta.  Muchos de quienes la padecen, la perciben, no en un ataque agudo de sensación crónica de miedo, sino en cierto malestar ocasional, una difusa sensación de nerviosismo y aprensión que va y viene caprichosamente, según un ritmo propio e imposible de descifrar, y desconocen cuántas de sus respuestas son consecuencia del deseo de huir de ella.

Cuando una persona siente miedo, cualquier tipo de miedo, la respuesta refleja la sensación de encontrarnos ante algún peligro, una amenaza contra algo que se valora mucho.  En el caso de la ansiedad de la autoestima, el objeto de valor amenazado, en esencia, es el yo de quien la padece.

Por el yo, una vez más, debemos entender el centro unificador del conocimiento, el centro de la conciencia, el sentido esencial del término «yo» en su acepción corriente, aquello que percibe la realidad, preserva la continuidad interior de la propia existencia y genera una sensación de identidad personal.

Toda amenaza al yo de un ser humano -todo lo que el individuo experimenta como un peligro significativo para la eficacia y el control de la mente- constituye una fuente potencial de ansiedad de la autoestima.  Todo lo que amenace con derrumbar el sentido de valoración personal es fuente de ansiedad para la autoestima.

Existen ciertas características que vinculan la forma más leve de esta ansiedad con la más extrema.  La persona siente miedo de todo en general y de nada en particular.  Si, presa del miedo, el individuo trata de ofrecer una explicación racional del sentimiento, aferrándose a una señal externa para demostrar el peligro, esta resultará directamente ilógica.  La persona actúa como si el ‘objeto’ del miedo fuera la propia realidad y no algo específico o concreto.  Por esta razón, algunas veces se describe la ansiedad como «flotante». lw

Esta ansiedad representa una poderosa fuerza en las vidas de millones de seres humanos.  No podemos comprender su comportamiento si no somos capaces de comprender la cantidad de energía que usan para defenderse de un miedo que no entienden.  Son los que no soportan estar solos; los que no pueden vivir sin somniferos; los que se estremecen ante el más leve ruido inesperado; los que beben mucho para calmar una intranquilidad continua; los que sienten el permanente apremio de ser divertidos y simpáticos; los que corren a ver demasiadas películas que no desean ver y acuden a demasiadas reuniones a las que no desean acudir; los que sacrifican el más mínimo vestigio de seguridad en sí mismos por una excesiva preocupación sobre lo que los demás piensan de ellos; los que lloran depender emocionalmente de alguien o que alguien dependa de ellos; los que sucumben a ataques periódicos de inexplicable depresión; los que sumergen su existencia en la temible pasividad de rutinas no elegidas y objetivos no buscados y que, mientras ven pasar los años como espectadores, se preguntan en ocasionales ataques de frustración y angustia qué fue lo que les negó su oportunidad de vivir; los que se deslizan de un affaire sexual a otro; los que buscan asociarse a los movimientos colectivos que disuelven la identidad individual y eluden la responsabilidad personal.  Este es el amplio y anónimo conglomerado de hombres y mujeres que elige el miedo como rasgo intrínseco e indiscutible de su alma, y que hasta suele temer enterarse de que lo que siente es miedo o investigar la naturaleza de aquello de lo que desean escapar.

Esta ansiedad es una reacción a una amenaza inconscientemente percibida en contra de la autoestima, la sensación de control, la eficacia y el valor.  El miedo parece ser metafísico, dirigido al universo en general, a la existencia como tal.  Implica que «ser» significa estar en peligro, más que de cualquier sentido común y racional en el que pueda decirse que esto es cierto.  Incluye una sensación de desastre incierto, si bien inminente, una sensación de desvalimiento.  Algunas veces existe, además, una culpa metafísica: la persona se siente inadecuada como persona, inadecuada en un sentido más amplio que el que implique cualquier defecto particular que ella puede identificar.

La amenaza y el peligro existen en su interior.  Los demonios amenazadores son percepciones, pensamientos, recuerdos, sentimientos o emociones sofocados de los cuales el individuo se ha protegido para mantener el equilibrio psicológico.

Si la autoestima es la convicción de que somos competentes para captar y juzgar los hechos de la realidad, y de que somos merecedores de felicidad, entonces la ansiedad de la autoestima, en su forma más extrema, es el tormento de una persona incapacitada o atormentada en este dominio, que se siente ajena a la realidad, enajenada, impotente.

Detrás de un miedo que puede experimentarse como existencial yace un problema interno, cognitivo: una ineptitud en el funcionamiento de la propia conciencia.

Si una persona no asume la responsabilidad de tomar conciencia, el resultado es la desconfianza hacia uno mismo: la sensación de que la mente no es un instrumento fiable.  Negándonos a detenernos en aspectos que requieren atención, podemos eludir el hecho de la evasión, pero no podemos ignorar la contradicción entre el conocimiento y las acciones, asi como tampoco los temas en si.  Si actuamos en contra de lo que consideramos corrector podemos escapar de las implicaciones de las acciones, pero no de su existencia. Nos queda la desconfianza en nosotros mismos: el conocimiento implícito de que tanto la mente como nuestros juicios y convicciones pueden sacrificarse bajo cierta presión emocional.

Desde la época de Freud en adelante(21) se escribió tanto sobre la relación entre la ansiedad y las defensas contra esta, por un lado, y los consecuentes desórdenes emocionales y de conducta por el otro -desde fobias hasta reacciones obsesivas compulsivas o la misma depresión- que no me detendré en este aspecto del problema.  No quiero extenderme tanto sobre las manifestaciones de la ansiedad de la autoestima como sobre las consecuencias para la personalidad, el curso de la vida y el nivel general de realización.

La capacidad de sentir ansiedad, desconfianza de sí mismo o culpa es una ventaja: se trata de señales de alarma que advierten de un peligro para nuestro bienestar.  Si bien estas emociones pueden resultar dolorosas, e incluso devastadoras, si hacen que la persona se detenga a cuestionarse su funcionamiento, a buscar ayuda profesional, quizás estén desempeñando una buena misión en su vida.  Por el contrario, cuando son ignoradas, hacen estragos en la vida del individuo.

La aparición de la ansiedad de la autoestima siempre implica y refleja un tipo particular de conflicto, y el ataque de ansiedad agudo tiene su origen en la confrontación entre el yo y este conflicto.

Supogamos, por ejemplo, que un hombre aspira durante años a llegar a un puesto para el que se siente secretamente inadecuado.  Al poco tiempo de haber ascendido a ese puesto, se despierta en medio de la noche con una extraña sensación en la cabeza y una dolorosa opresión en el pecho.  Experimenta un estado de violenta ansiedad.  En los días subsiguientes, comienza a expresar preocupación por las calificaciones de sus hijos en la escuela; luego comienza a quejarse de que su casa esta asegurada por una cantidad inferior a su valor; finalmente, termina exclamando que se está volviendo loco.  Pero el hecho del ascenso no ingresa en su mente consciente.

La ansiedad de este individuo es accionada por la colisión de dos absolutos: un mandato de valor («Debo saber qué hacer para cumplir con las responsabilidades de mi nuevo puesto») y la sensación de que es inadecuado para obedecer esa orden («No sé ni puedo»).  El conflicto no es consciente, está reprimido.  Pero el efecto del conflicto es demoler la pretensión de ejercer control sobre su vida y, así, precipitar la ansiedad.

Observemos la naturaleza del conflicto.  Se trata de un choque entre un mandato de valor («Debería saber qué hacer; debo saber qué hacer») que incluye el sentido de valoración personal del individuo, y la incapacidad o ineptitud que el hombre experimenta como violación de ese mandato («No sé qué hacer»).

Otro ejemplo lo constituye la mujer que fue educada para creer que su valor personal es una función de su rol como esposa y madre.  Durante años ha reprimido cualquier impulso de autoafirmarse o expresarse que amenazara con interferir en la función que se le asignó oficialmente.  Dentro de ella crece una profunda ira que no se permite identificar ni admitir.  Pero cada vez con mayor frecuencia, tiene fantasías acerca de que su marido e hijos mueren en un accidente de coche.  Comienza a preocuparse desmedidamente por el bienestar de su familia hasta el punto de hacerse pesada.  Se siente rechazada.  La ira sigue acumulándose.  Las fantasías con respecto a la muerte de su familia terminan invadiendo su conciencia.

Un día, de pie frente al fregadero de la cocina mientras lava los platos, de pronto se da cuenta de que tiene dificultad para distinguir los colores de los objetos, todo lo que aparece en su campo de visión comienza a flotar y siente terribles dolores que parecen provenir del corazón.  Está segura de que va a morir de un infarto de miocardio.  Pero lo que está sufriendo es un ataque de ansiedad.

La colisión se produce entre el mandato de valor «No deseo» y la emoción contradictoria «Deseé, deseo y continuaré deseando la muerte de mi familia.

El choque se realiza entre un mandato de valor (debería, no debería; debo, no debo) que compromete su sentido de la valoración personal, y una emoción, un deseo, una fantasía que contradice ese mandato.

En todos los casos de ansiedad de la autoestima, encontraremos un conflicto en la forma «debo/debería» en contraposición a «no puedo/no lo hice», o «no debo» en contraposición a «lo hago/ hice/haré».  Siempre existe un conflicto entre algún mandato de valor relacionado, de manera crucial y profunda, a la autovaloración y equilibrio interior de la persona, por un lado, y alguna clara ineptitud de acción, emoción, deseo o fantasía que la persona considera una violación de ese mandato, una violación que, según el individuo, expresa o refleja un hecho bdsico e inalterable de su «naturaleza».

Los psicólogos interpretan la ansiedad de la autoestima ­a la que se refieren como ansiedad patológica- de muchas maneras diferentes.  Pero estoy convencido de que si estudiamos las historias que nos proporcionan ellos mismos, o cualquiera de las historias clínicas correspondientes a estados de ansiedad que aparecen en innumerables libros de textos existentes, podremos reconocer muy claramente el patrón básico descrito en estas páginas, si bien los detalles de cada caso pueden ser diferentes.

Uno de los errores más comunes que cometen los teóricos en sus interpretaciones del proceso de ansiedad consiste en confundir un caso particular de ansiedad patológica con el prototipo abstracto de toda ansiedad patológica.

Freud, por ejemplo, en la versión final de su teoría de la ansiedad, sostuvo que la ansiedad es accionada por deseos sexuales prohibidos que rompen la barrera de la represión y hacen que el yo se sienta amenazado y agobiado.(23) Karen Homey rebatió esta teoría declarando que esto pudo haber sido cierto en la época victoriana, pero que en nuestros días la fuente de ansiedad es la aparición de los impulsos hostiles.

Cualquiera de las dos explicaciones podría adecuarse a la fórmula que hemos esbozado. El principio básico implicado resulta claramente más amplio que la teoría de Freud y la de Homey.  La ansiedad patológica es una crisis de la autoestima y las posibles fuentes de ansiedad son tan numerosas como los valores racionales o irracionales en los que puede basarse el aprecio de si mismo de un individuo.

El mandato de valor implicado en estos conflictos productores de ansiedad puede armonizar con los hechos de la realidad y adecuarse a la naturaleza humana, o puede contraponerse a ambos; sin embargo, la persona, de alguna manera, cree que la satisfacción de la orden de este mandato debería pertenecer a su poder volitivo.  El conflicto es típicamente subconsciente; sin embargo, cualquiera de las dos caras de este puede ser consciente o parcialmente consciente.

No existe objeto de miedo más aterrador para los seres humanos que el miedo mismo, ni miedo más aterrador que aquel cuyo objeto es imposible de identificar.  Son pocas las personas que experimentan ansiedad de la autoestima conscientemente en estos términos.  Para hacerlo más soportable, suele transformarse en miedos específicos y tangibles, que pueden aparentar credibilidad en términos de las circunstancias vitales del individuo.  A pesar de que la persona puede verse acosada por una serie de temores menores -ninguno realmente racional-, todos conforman una cortina de humo y una defensa contra la ansiedad cuyas raices yacen en la experiencia esencial del sí-mismo.

Dado que la autoestima positiva es una necesidad fundamental, los seres humanos que no logran construirse una buena autoestima se ven conducidos por la ansiedad a fingir autoestima.  La seudoautoestima, una falsificación de la seguridad en sí mismo y el respeto por sí mismo, es un artilugio no racional, protector de la persona, para disminuir la ansiedad y cubrir la necesidad de un buen concepto de sí mismo.

Sin embargo, para generar cierta ilusión de equilibrio psicológico, resulta necesario eludir, o quizá racionalizar y negar de otros modos, ideas, sentimientos, recuerdos y comportamientos que podrán enturbiar el aprecio de sí mismo.  Más aun, se hace imprescindible buscar un sentido de eficacia y valor en algo que no sea el uso apropiado de la conciencia, en algo que no sea la racionalidad, la honestidad, la responsabilidad y la integridad.  Este valor o virtud opcional o «hacer lo que corresponde», o ser estoico o altruista, o alcanzar una buena posición económica, ser sexualmente atractivo o «recio» es algo que se percibe como más fácil de alcanzar.

Este complejo proceso de autodecepción, este equivocado intento de autoprotección basándose en el cual un individuo puede construir su vida guarda la clave que explica la motivación, los valores y objetivos del individuo, en suma, los impulsos que llevan a esa persona hacia una determinada dirección.

Debemos establecer un punto de contraste.  En la psicología de un hombre o mujer de auténtica autovaloración, no existe ningún choque entre el reconocimiento de los hechos de la realidad y la preservación de la autoestima positiva.  Esta se basa en la determinación de conocer la realidad y actuar de acuerdo con los hechos según se perciben y comprenden.  Pero para el hombre o la mujer con pseudoautoestima, la realidad suele ser el enemigo: la realidad impide la autoestima positiva, ya que la falsa seguridad y respeto de sí mismo se compra al precio de la evitación.

Una persona puede ser perfectamente racional y lúcida en un área que no concierna ni amenace a la seudoautoestima y, al mismo tiempo, ser por completo irracional, evasiva, insegura y absolutamente necia en un área que amenace el aprecio de sí misma.  Por ejemplo, una mujer puede actuar perfectamente en el trabajo; está dispuesta a reconocer sus errores de juicio, si los comete, y es muy eficiente a la hora de corregirlos.  En esta esfera está fuertemente orientada hacia la realidad.  En su casd, -en el trato diario con su esposo e hijos, se vuelve histérica ante el más leve desafío a su autoridad: se altera su equilibrio frente a cualquier situación en la que su familia está en desacuerdo con ella.  Su seudoautoestima es utilizada para ser «la esposa perfecta», «la madre perfecta», y la mínima sugerencia de fracaso activa su ansiedad, la cual activa sus defensas, las que a su vez le imposibilitan oir o responder adecuadamente a lo que su familia le dice.  Su familia se ve asaltada por una interrogante: ¿cómo puede ser tan brillante en un área de su vida y tan ciega en otra?

 

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